ALBEDRÍO


Caminaba después de que un buen amigo me diera un fajo ancho con dinero para entregarlo a alguien. 
Al dar la vuelta dentro del gran jardín de la casona, una mujer joven y bonita, a quien también conozco, me hizo entrega de más dinero, además de darme otras instrucciones.

Ambos desaparecieron en la oscuridad noctural.
Llegué a un balcón bajo y amplio desde donde se podía ver hacia adentro un salón casi abandonado. Las cortinas y los muebles iluminados por la luna media, estaban viejos y polvorosos. 
La construcción es de color grisácea de la época porfiriana.(1910 -1930 aprox.)
Levanto la voz y me anuncio. 
Desde el fondo un eco simplísimo y hueco me dice que deje el dinero debajo de la estructura de mármol del balcón. ¿Lo cuento?, pregunto.
 – No hace falta,  sólo déjalo dentro de los hoyos que hay ahí abajo. Contesta amablemente la voz.
Al inclinarme un poquito para meterlo en las grietas, veo que hay muchísimo más dinero, metido aquí  y allá, y que no ha sido siquiera tocado, había monedas de oro, incluso.
Cuando me incorporé de frente al balcón, unos ojos rojos y lejanos me miraban fijamente -parecían encendidos por el fuego-. No sentí miedo.
De entre la penumbra vislumbraba sentado en un sillón de terciopelo en tono oscuro, el cuerpo delgado de un hombre de edad media, pero con un tono de voz de alguien milenario.
Él me preguntó:  - Querida. ¿Sabes el secreto para obtener todo esto?
De pronto, en torno a la gran habitación fulguraron destellos por doquier,  anunciando una fortuna en gemas, diamantes y toda clase de objetos metálicos y dorados, que estaban presentes hasta en portadas de libros antiguos.
-No, messere. Le respondí.

El estaba complacido, totalmente sereno.
Pude ver aquellos afilados y relucientes dientes, pronunciando sus arrugas, formando una boca algo torcida y sonriente que me decía: 
-Recorre todos tus miedos y, a eso a lo que más le temes, ¡házlo!




Septiembre 2011